la divina soledad

Todos estamos solos en nuestra experiencia, independientemente de nuestras circunstancias de vida. Podemos tener compañía en cada momento del día, incluso mientras dormimos, pero ello no atenúa el hecho innegable de que estamos solos. Y no lo digo como algo negativo o lamentable, sino como un hecho objetivo y empoderante. Pero del poder bueno, no del de malvado que quiere dominar el mundo.

La inmensidad de la soledad de la experiencia humana pulsa desde el interior, pero inconscientes de ella, mendigamos atención de aquí para allá, haciendo responsables a otros de que nos hagan madre, padre, hijo o hija, pareja, amigo, compañera. Sin el otro o la otra, no puedo ser nada de eso. Sin los otros, ¿quién soy? Esas etiquetas con mis roles, me permiten disimular la vergonzosa desnudez de no saber quién soy.

La soledad de la que hablo hace innecesaria toda etiqueta, y permite vivirse sin causa ni objetivo. Estamos adoctrinados en el de dónde vengo y a dónde voy, como si el principal propósito de nuestra existencia fuera justificarla. Sin embargo, la existencia no necesita de justificación. Nada que ya es requiere justificar su existencia. Y lo que no es tampoco lo necesita. Fijar objetivos a cualquier expresión de vida es querer imponer el pensamiento lógico humano a lo que se creó por pura acción divina. Menciono lo divino alejándome de toda construcción de dios que como idea anide en la mente humana. Me refiero a lo divino que se encuentra en la experiencia directa de vida desde la más absoluta humildad e ignorancia que me permiten abrirme plenamente a ella. En lo divino no me refiero a un dios subcontratado al que volcamos toda aspiración espiritual esperando que nos conceda dones y bienes a su antojo, creado a imagen y semejanza del insaciable ego. Hablo de sentarse en la experiencia humana, ahondar en ella, y alcanzar lo más profundo que ahí descansa, paciente y eterno, y darse cuenta de que siempre está ahí, aquello que buscamos en otros, hombres y dioses, siempre ha estado ahí. Ese es el poder de la soledad a la que me refiero.

Como expresiones diferenciadas de lo divino nuestro camino es sólo nuestro. El mío es sólo mío. Ese es mi poder, que comparto contigo. Nací sola, camino sola, y terminaré esta experiencia humana sola. Igual que tú. Nací sin deudas ni créditos, y así vivo. Igual que tú. No necesito justificar mi existencia, no necesito hacerla memorable para nadie, no necesito dividirla en partes más pequeñas para complacer anhelos vacíos, ni propios ni ajenos. Igual que tú. Esta inabarcable, inmitigable, irresoluble soledad, es lo que todos los seres compartimos unos con otros. Es ahí donde podemos encontrarnos y mirarnos. La calidad de un encuentro así es dulce, suave, pacífica, compasiva, profunda. Ese es el encuentro que nos hace conscientes de la unidad compartida.

El aire que se respira en ese encuentro está vacío de ideas, es experiencia directa, sin intermediarios. Respirando ese aire no es posible no amar. O, dicho de otro modo, respirando ese aire, no hay alternativa al amor, que se convierte en la fuerza absoluta y sin opuestos. No hay miedo. Pero confieso que a veces olvido quién soy. Confieso que a veces me ahogo. Confieso que a veces no amo. Confieso que a veces siento miedo. Seguramente tú también. Y de nuevo, ahí nos encontramos. No para fingir que no estamos solos, sino para comprender tu soledad en la mía, y la mía en la tuya, ser conscientes de ella, y así recordar que somos libres, y poderosos, y humanos, y eternos.

¡GRACIAS POR TU TIEMPO!

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